martes, 28 de enero de 2014

Mamá

La confusión inundaba mi pecho. No sabía hacia donde tenía que dirigirme, ni si quiera si tenia que ponerme en movimiento.
Mi ojos se dirigían a todas partes y a ninguna, buscando una salida fácil, a algo tan difícil de superar.
En aquel momento no había luz ni oscuridad, no había cielo, ni suelo, no había blanco ni negro. Todo era gris. Una maraña de cosas grises no identificables a mi alrededor.
Se veían formas sinuosas que podían llegar a ser cualquier cosa. También objetos angulares que parecían tener forma, pero al acercarte tan sólo era un manchurrón en medio de la nada.
El caos era absoluto y mi cabeza daba vueltas sin saber donde situarse.
Las caras y figuras se quedaban nebulosas en un cielo gris infinito.
Esto tenía que ser la muerte. No podría habérmela imaginado más diferente. Pero dónde sino podía encontrarme. Un sueño quizás.
Moví un pie hacia el frente. Me costó tanto y pareció una eternidad. Poco a poco comencé a mover el otro pie, y luego el siguiente, sin prisa pero sin pausa. Lo que tenía claro es que quedándome quieta no podría conseguir nada. Algo tendría que haber más allá de donde me encontraba.
Tras un tiempo vagando me sentía más perdida que antes si se podía.
Las formas cambiaban a cada paso pero por mucho que te acercaras a ellas, no dejaban de ser borrones en una atmósfera plomiza.


Sentía que podría estar años caminando sin encontrar nada conocido.
Me recorría un sentimiento de desesperación y pánico espantoso. No había color, no había cielo ni infierno. No hacia calor ni frío. Era una nada sin nada. No sentía, no veía, no oía. Era como una caída interminable en medio de una carencia absoluta.
Mi sorpresa llegó cuando una voz apareció de a lo lejos. Conocida. Pero ¿de quién?.
Con los brazos levantados, como un ciego que ve por primera vez, eché a deambular hacia todas partes y hacía ninguna.
La voz había salido de un punto concreto y de ninguno. No era una voz externa pero tampoco se encontraba en mi cabeza.
Caminé sin rumbo mucho tiempo intentado alcanzar un delirio.
Algo decía, pero no era capaz de entender el qué.
En un momento concreto me paré en seco. Nada hacía corriendo tras algo que lo más probable no existiera.
Me dí cuenta que cuanto más tiempo estaba quieta, más nítida se iba haciendo aquella voz. De mujer, casi podía asegurar.
Me contaba lo mucho que me quería y lo mucho que me echaba de menos. Lo triste que estaba por no estar ya a su lado y lo mucho que desearía volverme a ver.
A cada palabra suya surgía un nuevo sentimiento. Eso era. Estaba muerta. Alguien me echaba de menos pero yo no era capaz de recordar quien ni porque.
Una angustia como ninguna otra me invadió completamente.
Así que esto era. Todos los ingenuos que buscaban el "más allá" y yo lo había encontrado. Y lo detestaba.
Mi cabeza comenzó a llenarse de preguntas incontestables que tan sólo el tiempo podría responder. ¿Y ahora qué? ¿Esto era todo? ¿Cuánto tiempo tendría que pasar en este limbo?
Ni siquiera podia contestarme a mis propios sentimientos. ¿Qué sentía exactamente? ¿Miedo? ¿Aprensión? ¿Exasperación? ¿Rabia? ¿Anhelo? ¿Añoranza?
Me había ensimismado tanto en mí que no me había dado cuenta que la voz había desparecido.
Empecé a correr. No podía desaparecer. No quería volver a sentir esa nada. Me volvería loca.
Tropecé con mis propios pies y caí al suelo con un "no" sonoro ruido.
Al parecer el dolor tampoco entraba dentro de lo que podía sentir en esa nebulosa o limbo.
De golpe, algo me acarició la mejilla. Suave y ligera como una pluma desde el nacimiento de mi frente hasta el final de mi barbilla.
Miré a todas partes pero tan sólo estábamos yo y mi mente en ese lugar.
Traté de pellizcarme el brazo, acariciarme como había notado antes, cualquier cosa que pudiera sentir, pero mi piel no percibía nada de lo que yo palpaba.
Entonces fue cuando caí en la cuenta de que alguien que no estaba allí debía haberme tocado. Mi cuerpo no se encontraba en ese lugar, por lo que yo no estaba donde me creía encontrar.
Un rayo de esperanza, de esos que te iluminan los ojos sin saberlo, hizo que recuperara las fuerzas para seguir adelante. En alguna parte debía haber una salida. Sólo tenía que buscarla.
Camine sin rumbo, de nuevo, sin saber a donde dirigirme, sin saber que buscar, pero sabiendo que cuando lo encontrara comprendería que hacer y como terminar con aquella pesadilla.
Mis ojos se habían acostumbrados a las tinieblas, a gris infinito, y creía conocer cualquier color o movimiento diferente que me ayudara con mi búsqueda. Una ondulación diferente en el aire, un olor o algún sonido vibrante que me hiciera salir de aquella alucinación.
Camine lo que a mí me parecieron horas sin encontrar nada diferente en ese caos infinito. A medida que pasaba el tiempo mis esperanzas se iban desvaneciendo como en un colador. Yo lo notaba y aunque no quería perderlas sabía que no podía hacer nada para cambiarlo.
Mis pasos fueron ralentizándose conforme iban pasando el tiempo. 
Me sentía incapaz de nada. No recordaba nada de mi vida, no podría distinguir una ondulación de otra, era imposible que encontrara la salida por mi misma. 
No sabía de quien era esa voz, ni quién podía haberme rozado la mejilla.
Quizás tan sólo había sido una ilusión en mi afán de salir de aquella angustia.
Poco a poco mis pies dejaron de moverse y mi cuerpo quedó inmóvil, con la certidumbre de una eternidad en un vacío perenne.
De pronto, a lo lejos conseguí ver un luz. ¿Esa sería la señal? ¿La salida? Corrí tanto como mis piernas fueron capaces. A medida que me acercaba mis ojos se iban entrecerrando. La luz cada vez era mas brillante. 
Llegó un momento que no sabía a donde me dirigía. Mis ojos me dolían por la incesante luz y solo corría hacía donde yo creía que estaba el resplandor.






Ya no le quedaba nada. La veía tumbada, inmóvil en la cama. Estaba preciosa. Recordaba cada instante con ella. Se acordaba de lo pequeñita que era cuando nació y de la alegría que sintió al tenerla por primera vez en sus brazos. De lo cerca que estuvo de perderla en aquellos momentos y de lo fuerte que fue al combatir la enfermedad ella solita. Los médicos no daban esperanzas sobre su vida. Decían que tan sólo si era muy fuerte, sobreviviría. Y así fue. Y vivió, como una niña normal, más fuerte que ninguna.
Verla en aquella situación. Tumbada. Inmóvil. Muerta. Su corazón se le partía en mil pedazos. Está vez, como la anterior, los médicos no le daban confianza, decían que su recuperación era improbable, y que tenía que hacerse a la idea de que su querida hija estaba muerta. Que tarde o temprano habría que desconectarla. Su mente no funcionaba.
Se sentó a su lado y le habló con palabras tiernas, como hacía cuando era una niña. Le dijo lo mucho que la quería, lo mucho que la echaba de menos, lo triste que estaba por que no estuviera a su lado ya y lo mucho que desearía volverla a ver, sonriendo como sólo ella sabía hacer.
Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba llorando. 
Se acercó a ella y la miró de cerca. Nunca volvería a verla reír, llorar o bocear a gritos que nadie la entendía. 
Una lagrima cayó en su rostro. Con el dedo le acarició la mejilla mientras limpiaba esa prueba de su debilidad. Que pensaría si la viera llorar. 
Se alejó de su lado. Tarde o temprano llegarían los demás y tenía que aparentar fuerza. Todos estaban destrozados pero alguien tenía que guiarles en su dolor. Tenía que ser ella. Era lo que le correspondía.
Entró en el aseo y se lavó la cara una y otra vez. La fuerza se le escapaba por los ojos.
Oyó la voz de su otra hija, la mayor. Ya llegaban. Creía que este sería el momento más difícil de toda su vida.
Los vio entrar. Uno a uno. En sus rostros no logró ver nada más que tristeza y desazón. También podía descubrir una pizca de esperanza en cada uno y le mataba tener que ser ella la que extinguiera esa confianza.
Les hizo sentarse a todos. Les pidió que fueran fuertes. En cada rostro podía ver el miedo de una hermana o una hija perdida. Tras esto les contó lo que el doctor le había dicho a ella con mucho pesar.
A medida que lo iba contando veía como la poca seguridad que habían tenido hasta ahora se iba despedazando y desapareciendo poco a poco.
La primera en llorar fue Tamara, su hija menor. Notaba como el nudo de su garganta aguantaba las lagrimas que se esforzaban por salir.
Samantha la mayor no duró mucho más y cuando intento consolar a su hermana la voz se le rompió y las lagrimas comenzaron a salir sin poderlo evitar.
Su marido sin embargo no lloró. Se levantó y comenzó a gritar. Se enfadó como sólo él sabía hacer y comenzó a maldecir a cada uno de los doctores que poblaban este planeta.
Sabía que esto pasaría pero le hubiera gustado que no hubiera sido delante de ella, sólo que no podía dejarla sola en estos momentos. No le quedaba mucho tiempo para despedirse.
Se levantó despacio y lentamente, sin dejar de mirar al suelo, se acercó a la cama donde yacía su hija.
No se atrevía a mirarla al rostro. Notó como su familia se unían a ella. Tenían que ser fuertes.
De pronto sus dos hijas lanzaron una exclamación al aire.
Las palabras que más anhelaba escuchar fueron como un rayo que le atravesara de parte a parte por todo su cuerpo y la hicieran vibrar entera. 
Levanto la mirada hacía el rostro de su hija mediana. Sus ojos estaban entrecerrados, boqueaba como si tuviera que decir mil cosas pero su voz se lo impidiera.
Su marido corrió hacía la puerta, buscando a un doctor a gritos.
Las lagrima inundaron su rostro. No podía contenerlas por más tiempo. 
Le habían dado la felicidad en forma de palabra y esa palabra era "Mamá".





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